Sólo el silencio, el vacío y la nada, interrumpidos ocasionalmente por un tono agudo, limpio, conciso, que emerge hasta el techo para otear la estancia.
- Algo húmedo me resbala por la sien. Ya estamos. Otra vez. Hacía la pila de años... En cambio esta vez es algo más untoso, no es simple agua.
- ...para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad.
- ¡Pero qué coños está haciéndo! ¡Atrás!
- Ave María purísima (sin pecado concebida)
- Evíteme discusiones, por favor.
- Ésto es un milagro, hija mía.
- ¿Y usted de dónde ha cogido la vela para este entierro?
- Desvaría, sin duda. Salgo a...
- Usted no sale a ninguna parte. Un momento:
- ¡Oh, Dios, hija, hija!
- Le parecerá que no estoy en condiciones de amedrentar a nadie, pero...
- ¡Un milagro, Dios Santo, un milagro!
- Haga el favor de dejarse de comodines, triste esperpento de ficha de dominó. Perdón.
Un discreto silencio que, por falta de tiempo o de atención, no reconocemos como igual o diferente del silencio anterior.
- Usted y yo no nos conocemos ¿no es así? Bien (al asentimiento del interlocutor). Sin embargo, no ha dudado en acudir, no sé muy bien si por conocimiento o convencimiento figurado de mis pecados que precisan de su delegado perdón.
Yo también haré algo por usted, por usted y los suyos, por usted y esos que no soy yo y que creen no ser yo y sí ser de los suyos.
Voy a hacer una cosa. Se lo voy a explicar. Para usted y... esos, los suyos, incluído usted, supongo.
Verá. Mis últimos años han sido inmejorables, incluso ahora, sí, así y aquí dónde me ve. Nada me tranquiliza más que las mínimas molestias de mi vegetar. No hay sosiego mayor que el precipicio de mi salud. Hasta aquí, vida y desde aquí, muerte. Radical, tajante existencia.
-(No importa)
- Esa minoría de mi vida es suficientemente satisfactoria. Podemos usted y los suyos, y yo, concluir un balance venial para ella.
He hecho cosas contra la rectitud social y católica, por pura casualidad, o por incredulidad inocente y ya más tarde por un escepticismo provocador. De entre mis acciones insurrectas y no, nunca di mayor trascendencia a mis aciertos y errores, no pensé dos veces sobre ello. ¿Hay quién me diga que en algo me equivoqué, delinquí, pequé, triunfé o bienobré?
-(No importa)
-No. No me arrepiento de mi trayectoria defectuosa. Lejos de ello, al contrario, puedo enorgullecerme de haberla trazado así. Ni de la de otros. Y lo cierto es que no entiendo quién puede juzgar la de nadie. Me resulta inconcebible que catalogue -aun en el supuesto de que supiera de ella- mi vida, que se erija en el perdonador de mis fallos, goces y maldades. Permítame albergar la fe sin fundamento, de que usted cree en lo que promulga entre cientos.
Usted y yo sabemos qué hace aquí, quién le ha traído. A los que usted pertenece hicieron el chiste hace años. Ya nada que reparar, si acaso el parche que voy a pedirle.
Cuando cierre esa puerta tras de sí, como siempre, el paciente habrá quedado muy sereno, como realmente quedo. Ellos quedarán reconfortados al saberlo, del modo en que merecen. Usted les dará lo que ahora ya precisan: tranquilidad, salvación. Esa es la garantía pactada del magno invento. Y no tendrán noticia de mi renegar, de mi desprecio al redimir. Ha de proporcionarles el convencimiento de las deudas saldadas. Pero de sus principios y objetivos yo no sé.
Ahora sí, salga, hable.